
Cuando el reloj marcó el final, Alfredo, en acostumbrada solemnidad, acomodó sus papeles, se despidió de sus colegas y se retiró en buen orden. Bajó las escaleras y caminó las dos cuadras que lo separaban del bar. Allí, como ya era costumbre, lo esperaban otros que como él esperaban que cayera la noche para empezar a vivir el día.
Café para algunos, “vermú” para otros, eran los acompañantes ideales a un sinfin de palabras que se sucedían como un manantial inagotable. El despreciable trabajo había quedado atrás, y para más adelante quedará la llegada a casa, el beso conyugal y el juego con los niños. Ahora es el momento de pensar y discutir el mundo.
Entre los que siempre daban el presente se encontraban unos cuantos oficinistas (como Alfredo), un médico cirujano, un taxista, un abogado, un contador y el del kiosco de enfrente, además de Luisito, el mozo de siempre. El grupo aparentemente tan heterogéneo engendraba algo tan típico en la sociedad argentina, y era que durante la agobiante jornada laboral existían y se respetaban los rangos, pero en el café no, en el café todos eran iguales. Se destacaba el que mejor argumentaba sus ideas o aquel que tenía más labia, entonces Julio (el kiosquero) daba cátedra hablando de minas y el Dr. Roviera por más título universitario que tuviese debía guardar silencio. Eso era lo que los animaba a seguir yendo, el sentirse uno tan importante como otro.
Llegó el sábado, y Alfredo llevó a la familia a pasar el día en el club YPF. Allí su hijo practicaba hockey y su hija jugaba al tenis, y los sábados eran días de competencia. El cumplía el sagrado deber de presenciar cada una de las competencias de buen modo, y hasta por momentos llegaba a disfrutarlo. Su esposa, entre tanto, se divertía yendo de una cancha a la otra junto a un grupo de otras madres de otros jugadores. Cumplida las obligaciones, y mientras la familia se perdía por algún lugar del club, Alfredo se reunía con los muchachos del club a tomar un “vermú” o una cerveza con maníes. Al igual que en el bar, la charla y la discusión no se hacía esperar aunque con ribetes más mundanos.
El domingo aparecía entre diario y mate, y a la espera del infaltable asado familiar. Luego un cafecito rápido para cumplir, y corriendo a la cancha a ver a su equipo. Le encantaba ir a la popular porque ahí, no importaba quién era quien sino cuánto se sabía de fútbol. Los rangos, como en bar y en club, quedaban de lado. Los elegantes y acomodados daban lugar a los petizos, zurdos y de patas chuecas.
La ciudad tiene selvas, son esos lugares por donde pasa la vida de Alfredo, el bar, la cancha, el club, los bailes, las plazas. Allí es donde uno se enamora, escribe un libro, piensa y discute, se agarra a trompadas, se pelea y se reconcilia, en donde aprende. Sólo en esos lugares se puede vivir. El resto, en el llano, entre las montañas de cemento todo son rangos, cuestiones materiales y subordinación, y ahí ya no importa quien tiene los mejores argumentos o la mejor labia, sino quién está por encima del otro aunque se pueda cuestionar de qué manera ascendieron en esa falsa escala social.
Hoy están depredando las selvas. Nos obligan a vivir encerrados, a no dialogar entre nosotros, la vida pasa por la televisión y quién no la mira no tendrá qué comentar cuando empiece la jornada laboral.
Salvemos las selvas.
Por Esteban Marcussi
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